Bagdad
La versión humana del “madelman” está en Iraq. Es moreno y de piel blanca, alto y de complexión fuerte. Su cara apenas se adivina, una gorra negra y unas gafas de sol en plena noche, ocultan los rasgos del hombre-máquina cuyo rostro desconoce el movimiento preciso, de los labios y los músculos de la cara, para crear una sonrisa. “Roger” trabaja pertrechado con todos los artilugios, última generación en electrónica, va equipado con armas con las que el Ejército de Estados Unidos ni si quiera puede soñar y tiene un rol consolidado en esta guerra de Iraq que, abiertamente, casi nadie cuestiona. Junto a un conductor de su misma compañía, Blackwater, lidera el convoy “rhino” que cubre el peligroso trayecto entre el aeropuerto y Bagdad. Son veinte mil mercenarios en la empresa de seguridad norteamericana, que alimenta de “soldados” profesionales el conflicto en suelo iraquí.
Desde que subimos al autobús deja claras sus reglas: chaleco antibalas y casco. Si no se tiene no se puede subir al vehículo. El “agente de seguridad” también explica dónde están las salidas de emergencia en caso de que el autobús sea objeto de un ataque de la insurgencia o de una bomba. Se coloca en su asiento, a la cabeza del convoy, y no se pone el casco hasta diez minutos después cuando llegamos a la zona más caliente del trayecto. En el exterior, la noche duerme sobre las afueras de Bagdad, no se oye más que el ruido de los motores: “cuando parece tan tranquilo es cuando es más peligroso”, dice Eric, un veterano militar de la Guerra del Golfo de 1991. A pesar de la tensión, afortunadamente, hoy no es la noche de los ataques y llegamos, sanos y salvos, a la segura zona verde (perímetro del centro de Bagdad controlado por Estados Unidos y aislado del resto de la ciudad). Entonces se procede a la minuciosa descarga del camión que lleva los equipajes. Todas la maletas, mochilas y paquetes se alinean en dos filas paralelas sobre una explanada de hormigón. “Roger” prohíbe que ninguno de los viajeros se acerque a sus pertenencias. Un trabajador nepalí se aproxima a su maleta para dejar una gorra junto a ella y recibe el grito airado del guardia de seguridad. Los perros de la unidad “Blackwater” olfatean pero no encuentran nada sospechoso.
Cuando termina la operación, el agente se acerca a este equipo de reporteros y les acusa de haber grabado en el interior del convoy cuando estaba prohibido. Reconocemos nuestro error y le entregamos la cinta grabada pero “Roger” cree que ocultamos algo. Registra el bolso de la periodista y encuentra un móvil español. Su cara se ilumina. ¿No decías que no tenias nada que ocultar? Le aseguro que es un móvil español que está apagado y que creo que aquí en Iraq no tiene cobertura pero él insiste en que le diga la contraseña. Lo hago y el procede al examen del teléfono. Hace un minucioso recorrido por el archivo de fotos y encuentra todas las instantáneas tomadas a mi hijo en los últimos meses. Cuando concluye el análisis lo devuelve a su sitio con un gesto certero, asegurando que el “móvil está limpio”.
Su compañero, un Blackwater más sensato, le dice que no hace falta que inspeccione todas nuestras maletas porque iban en el camión y por tanto no hemos podido tener acceso a ellas durante el trayecto, pero “Roger” insiste en que es más seguro averiguar si hemos filmado alguna información confidencial. En el justo momento en el que revisa el colorete, que hay dentro del neceser de maquillaje de la reportera, llega el soldado Jonh Frenette que viene a buscarnos para trasladarnos al centro de prensa. Se ríe en silencio cuando se entera de lo que está sucediendo y, con gestos, nos pide paciencia. Después de buscar, hasta en el último rincón de nuestros equipajes, decide requisar la cámara de fotos, la cámara de video y la mochila de cintas vírgenes. Son las cinco de la madrugada.
Al día siguiente, apenas dos horas más tarde, nos solicitan presentarnos en la Embajada de Estados Unidos para recuperar nuestro material. Entramos en el magnífico edificio, otrora uno de los muchos palacios de Sadam en Bagdad, y nos cachea Humberto, un empleado peruano de la empresa de seguridad “Triple Canopy”. Se alegra de hablar español unos instantes y obliga a los soldados norteamericanos que nos acompañan a pasar por otra puerta. Humberto es uno de los dos mil peruanos que hay en Iraq. Esta empresa de titularidad norteamericana se nutre de mercenarios “baratos” para trabajar en Iraq. Casi todos son antiguos militares del Ejército de Perú que han llegado hasta Iraq en busca de dinero. Pero a estas alturas, cuando la mayoría de ellos lleva aquí ya un año y les amarra un contrato de al menos dos, saben que no son unos privilegiados. Cobran apenas mil dólares, unos ochocientos euros, y trabajan doce horas diarias, algunos a pleno sol como los que custodian la Embajada de Estados Unidos o la multitud de check point que salpican todo el centro de Bagdad. Están en una zona “relativamente tranquila” pero ya han tenido bajas por los morteros, que hace unas semanas, eran una constante.
Después del cacheo y de dejar nuestros pasaportes, entramos en el edificio y un soldado nos informa de que no está bien grabar en los convoyes de seguridad, segundos después un agente de la legación diplomática nos devuelve nuestro material casi sin mediar palabra. Humberto nos entrega los pasaportes y no marchamos: “Hasta luego amigos” grita el joven.
Los peruanos controlan la seguridad de toda la “Zona verde” donde se encuentran los edificios del gobierno iraquí, muchas de las principales embajadas y el macro-complejo estadounidense. La gran mayoría de ellos sueña con irse a España y enrolarse en la Legión. Muchos de ellos nos han rogado que les facilitemos una carta de invitación. La vida es dura aquí, dicen, pero al menos se gana algo de dinero… Nada, sin embargo, asegura, Johny, otro de los agentes peruanos, comparado con los ganan los Blackwater.
Los Blackwater cobran ocho veces más de lo que gana un sargento del ejército de Estados Unidos. Este grupo ha sido responsable de los asesinatos de decenas de iraquíes en los últimos años. Estados Unidos deposita en ellos la seguridad de los convoyes de transporte militar y civil, la protección de los diplomáticos…y un largo etcétera de trabajos delicados “que deberían ser competencia exclusiva de los militares”, según explica una fuente militar norteamericana. Son soldados a sueldo, mercenarios que no se someten a las leyes militares, ni tampoco a las del país donde llevan a cabo sus actuaciones. Son vaqueros en el oeste iraquí.
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