Los Sonderkommandos (o comandos especiales), eran unidades de trabajo formados por judíos, hombres, seleccionados para trabajar en las cámaras de gas y en los crematorios en los campos de concentración nazis.
Se les mantenía separados del resto de los prisioneros, totalmente aislados, para que no pudieran dar detalles sobre lo que allí sucedía, y no alertaran a los prisioneros que iban a ser exterminados en las cámaras de gas.
Estos hombres, desde el momento de su asignación, estaban también condenados a muerte. Eran los primeros testigos que los SS querían eliminar, por lo que los cambiaban a intervalos regulares, y el primer trabajo de los Sonderkommando generalmente era deshacerse de los cadáveres de los anteriores miembros.
El Sonderkommando tenía que "ayudar": desnudar los presos antes de entrar en la cámara de gas, quemar los cuerpos y después deshacerse de las cenizas. (A veces tenia que matar a miembros de su propia familia)
Después de la gasificación, el Sonderkommando tenía que limpiar la cámara de gas y clasificar los restos de los muertos, como su ropa. También eliminaban los dientes de oro de los cadáveres, y el pelo.
Gozaban del privilegio de una ración extra de comida y, ocasionalmente, bebidas alcohólicas.
El Sonderkommando más numeroso fue el de Auschwitz-Birkenau. Allí, algunos miembros, conscientes de su inminente muerte, dejaron testimonio de lo que vivían a través de manuscritos que ocultaron a conciencia para que no se perdiera la información de lo que sucedía. La mayoría de estos manuscritos están bastante fragmentados y degradados por las condiciones de conservación hasta su desenterramiento, pero 3 de ellos sobresalen por su conservación y calidad de escritura, los de los judíos polacos Zalmen Gradowski, Lejb Langfus y Zalmen Lewenthal. Especialmente excepcional es el documento elaborado por Zalmen Gradowski, desenterrado el 5 de marzo de 1945 en las excavaciones cercanas al crematorio III de Birkenau realizadas por una comisión de investigación soviética. Este documento consta de dos manuscritos: un cuaderno de 14,5 x 9,5 cm y 91 páginas numeradas (de las que se ha perdido una docena), y un segundo manuscrito de dos páginas fechadas el 6 de septiembre de 1944.
Gradowski, en el llamado “Segundo Manuscrito”, nos describe las escenas de la preparación al gaseamiento de un grupo de deportados del campo checo de Theresienstadt (Terezín), mayoritariamente constituido por mujeres, el proceso de vertido del Zyklon B, la extracción de los cadáveres y su tratamiento final, y la cremación:
En la sala donde se desnudan
En la amplia y profunda sala hay doce pilares que sostienen el edificio; ahora está brillantemente iluminada por una intensa luz eléctrica. Alrededor de las paredes y los pilares hay bancos con colgadores que hace ya tiempo han sido dispuestos para que las víctimas dejen en ellos sus ropas. Encima del primer pilar, un cartel clavado en el que puede leerse en varios idiomas que se ha llegado a los “baños” y que todos deben quitarse la ropa para que sea desinfectada.
Hemos coincidido con ellas, con las víctimas, y, petrificados, intercambiamos miradas. Saben todo, comprenden todo: que no son baños, y que esta sala es el corredor de la muerte.
El lugar va llenándose de gente sin cesar. Siguen llegando camiones con nuevas víctimas, y a todas las engulle la “sala”. Estamos ahí, aturdidos, y somos incapaces de decirles una palabra. [...] En el momento en que se desvistan y queden como su madre las trajo al mundo, perderán su última defensa, el último sostén del que ahora penden sus vidas. Y por eso no tenemos el coraje de decirles que se desnuden lo más rápido que puedan. Que aún permanezcan un momento, un instante más dentro de su coraza, arropadas por la vida.
La primera pregunta que surge de todos los labios es si ya han llegado sus maridos. [...]
Pero no les está permitido demorarse en aquel lugar. Las bestias asesinas no tardan en manifestarse. El aire es rasgado por los gritos de los bandidos borrachos, impacientes por saciar su sed con la desnudez de mis queridas y hermosas hermanas. Los porrazos arrecian sobre las espaldas, cabezas y cualquier otra parte de los cuerpos con la que tropiezan, y rápidamente van cayendo al suelo las prendas de vestir. Algunas se avergüenzan, quisieran ocultarse donde fuera, con tal de no exponer su desnudez. Pero aquí no hay un solo rincón, aquí ya no existe la vergüenza. La moral y la ética van a la tumba, junto con la vida. [...]
Llegan raudos más camiones repletos de víctimas, éstas entran en la sala. Entre las filas de mujeres desnudas muchas se abalanzan sobre las recién llegadas, llorando y gritando de manera atroz; es que las hijas desnudas han reencontrado a su madre y se besan y abrazan, se alegran de volver a estar juntas. Y la hija se siente feliz de que su madre, de que el corazón de su madre, la acompañe a la muerte.
Todas se desnudan y forman en fila, unas lloran y otras se quedan quietas, como petrificadas. [...]
En la sala, en la inmensa tumba, brilla ahora una nueva luz. A un lado del gran infierno se alinean los blancos, alabastrinos cuerpos de mujer que esperan la apertura de las puertas del infierno que les franqueará el camino hacia la tumba. Nosotros, los hombres, vestidos, estamos frente a ellas y las miramos petrificados. [...]
Porque lo que nos sorprende es que estas mujeres, en lo que parece una excepción a tantos otros transportes, permanezcan tan serenas. En su mayoría incluso parecen animosas y despreocupadas, como si nada estuviera pasándoles. Miran de frente a la muerte con una valentía, una serenidad que nos dejan estupefactos [...]
Estos hermosos cuerpos seductores que ahora florecen llenos de vida tendidos quedarán en el suelo, como seres repugnantes revolcados en el lodo y la mugre de la tierra, sus limpios cuerpos alabastrinos maculados por las deyecciones. De la boca de perla se arrancarán los dientes junto con la carne, y la sangre correrá a raudales. De la nariz perfilada manarán dos ríos: uno rojo, otro amarillo o blanco. Y el rostro blanco y rosado se tornará rojo, azul o negro por efecto del gas. Los ojos desorbitados estarán inyectados en sangre, y será imposible reconocer a la mujer que ahora mismo tenemos ante nosotros. Y dos heladas manos cortarán los ensortijados cabellos y arrancarán los pendientes de sus orejas y los anillos de sus dedos.
Después, dos hombres extraños cubrirán con guantes sus manos o las envolverán con trozos de tela, ya que estos cuerpos –ahora blancos como la nieve– tendrán entonces un aspecto repulsivo y no querrán tocarlos con las manos desnudas. Arrastrarán a esta joven y hermosa flor por el suelo de cemento, helado y mugriento. Y su cuerpo arrastrado barrerá toda la suciedad que encuentre en su camino.
Y como si se tratara de un animal repugnante, será lanzada, arrojada sobre un montacargas que la enviará al fuego de allí arriba, al infierno, y en pocos minutos esta carne humana se convertirá en cenizas. [...]
En un rincón han quedado todas sus pertenencias, mezcladas en un ovillo, un revoltijo. Las ropas que hace un instante se han quitado al desnudarse. Son ellas, sus cosas, las que ahora no les permiten mantener la calma. A pesar de saber que ya no las necesitarán, permanecen atadas a ellas por múltiples lazos, aún conservan el calor de sus cuerpos. [...] Una sale de la fila y va hacia un pañuelo de seda que ha quedado atrapado bajo el pie de un compañero. Lo recoge rápidamente y vuelve a fundirse en la fila. Le pregunto por qué necesita ese pañuelo. “Es un recuerdo” –me contesta la joven en voz baja. Y quiere llevárselo a la tumba.
El vertido del gas
En el silencio de la noche se oyen los pasos de dos personas. A la luz de la luna se vislumbran las dos siluetas. Se colocan las máscaras para verter el mortífero gas. Llevan dos grandes bidones metálicos, que pronto aniquilarán a miles de víctimas. Dirigen sus pasos hacia el búnker, hacia el profundo infierno, hacia allí avanzan sigilosamente. Serenos, fríos, impasibles, como si se dispusieran a realizar una labor sagrada. Su corazón es de hielo, sus manos no tiemblan ni una sola vez, con paso inocente se acercan a cada “ojo” del búnker enterrado; allí vierten el gas y después tapan el “ojo” abierto con una pesada tapadera para que el gas no pueda salir. A través de los ojos-orificios les llega el intenso y doloroso gemido de la masa, que ya se debate con la muerte, pero su corazón no se conmueve. Sordos, mudos, con frialdad impasible avanzan hacia el segundo “ojo” y vuelven a verter el gas. Así van cubriendo hasta el último de los “ojos”, y entonces se quitan las máscaras. Ahora marchan orgullosos, llenos de coraje y contentos. Han cumplido con una importante tarea para su pueblo, para su país. Acaban de dar un paso más hacia la victoria...
Los preparativos para el infierno
Es preciso endurecer el corazón, matar toda sensibilidad, acallar todo sentimiento de dolor. Es preciso reprimir el horroroso sufrimiento que recorre como un huracán todos los rincones del cuerpo. Es preciso convertirse en un autómata que nada ve, nada siente y nada comprende.
Los brazos y las piernas se dedican a trabajar. Allí hay un grupo de compañeros, cada uno ocupado en su labor. Se jala con fuerza hasta extraer los cuerpos de la madeja, éste por una pierna, aquel otro por un brazo, lo que resulte más cómodo. Parece que en cualquier momento van a desmembrarse por los incesantes tirones. Después se arrastra el cuerpo por el mugriento y frío suelo de cemento, y su hermosa blancura alabastrina, como si fuera una escoba, va recogiendo toda la suciedad, todo el polvo que encuentra en su camino. Se toma el cuerpo, ahora manchado, y se lo coloca boca arriba. [...]
Tres personas se disponen a preparar los cuerpos. Con unas frías tenazas, uno de ellos se introduce en la hermosa boca en busca de algún tesoro, de algún diente de oro, y cuando lo encuentra, lo arranca con carne y todo. Otro, con las tijeras, corta los cabellos ondulados, despoja a la mujer de su corona. El tercero arranca deprisa los pendientes de las orejas, y más de una vez las deja manchadas de sangre. Y los anillos que no salen fácilmente también se arrancan con tenazas.
Ahora ya se los puede llevar el montacargas. Dos hombres mecen los cuerpos como si fueran leños y los lanzan sobre la plataforma; cuando han sumado siete u ocho, se avisa con un bastonazo y sube el montacargas.
En el corazón del infierno
Allí arriba, junto al montacargas, cuatro hombres esperan. A un lado, dos arrastran los cuerpos al “depósito”; los otros dos están encargados de conducirlos directamente hacia los hornos. Los cuerpos son alineados de dos en dos ante cada una de las bocas del horno. Los niños pequeños están apilados a un lado y van siendo arrojados a razón de uno por cada dos adultos. Se colocan los cuerpos sobre la “tabla de purificación” –una angarilla de hierro–, y entonces se abre la boca del horno y se empuja la angarilla hacia el interior. [...].
El proceso dura en total cerca de veinte minutos, durante los que un cuerpo, un mundo se ve reducido a cenizas.
Te quedas petrificado, observando. Ahora colocan a otros dos sobre la angarilla. Dos seres, dos mundos que tenían un sitio entre la humanidad, que vivían, existían, hacían y creaban. [...]
El montacargas sube y baja transportando incontables víctimas. Como en un gran matadero yacen aquí apilados los cadáveres, esperando en fila su turno y que se los lleven.
Treinta bocas infernales arden al unísono en los dos grandes edificios y engullen un sinnúmero de víctimas. No habrá de pasar mucho tiempo antes de que cinco mil personas, cinco mil mundos sean devorados por las llamas.
Los hornos arden y rugen como olas tempestuosas, los hornos fueron encendidos hace ya tiempo por las manos de los bárbaros, los asesinos del mundo, que aspiran a espantar con la luz de sus llamas las tinieblas de su mundo de horror.
Según los profesores polacos Teresa y Henryk Swiebocki " El campo se ha convertido en el símbolo del Holocausto, homicidio y terror, infracción de los derechos humanos fundamentales, un ejemplo de las posibles consecuencias del racismo, antisemitismo, xenofobia, chauvinismo e intolerancia. El nombre del campo ha llegado a ser un código cultural específico, empleado para referirse a las relaciones interpersonales más negativas, y un sinónimo de la crisis de la civilización y cultura contemporáneas.
Una vez quemados los cuerpos, los Sonderkommando debían dispersar las cenizas en los lugares designados a este efecto.
En Auschwitz, uno de estos Sonderkommandos se rebeló el 7 de octubre de 1944 ante los indicios de que las SS pretendían asesinar a un gran número de miembros del propio Sonderkommando que trabajaban en el crematorio 4 . Se amotinaron y dieron comienzo a la única rebelión a gran escala de la que se tiene noticia en Auschwitz. Armados con piedras y herramientas improvisadas atacaron a los guardias de las SS y prendieron fuego al crematorio. Algunos prisioneros pudieron escapar, aunque la mayoría fueron capturados y asesinados. Doscientos cincuenta murieron en la lucha, junto a tres miembros de las SS y doscientas personas más fueron asesinadas después.
El pasado 27 de enero, se celebró el 65 aniversario de la liberación del campo de exterminio de Auschwitz. En 1.939, una vez terminada la campaña de septiembre, la ciudad de Oswiecim y sus pueblos cercanos fueron incorporados al III Reich. Al mismo tiempo, los nazis cambiaron el nombre polaco de Oswiecim por el alemán de Auschwitz.
El campo se creó el 27 de abril de 1.940, al oeste de Cracovia.
El primer convoy, de 728 prisioneros polacos, llegó el 14 de junio de 1.940, y fueron encerrados en lo que más tarde se llamó Auschwitz I.
En diciembre de 1.940 había más de 8.000 internados. En ese mes, un 10% murieron por un castigo sin comer por una fuga.
En diciembre de 1.940 había más de 8.000 internados. En ese mes, un 10% murieron por un castigo sin comer por una fuga.
En octubre de 1.941, se construyó Auschwitz II (Birkenau), que acabaría siendo el más importante de los dos campos, y a principios de 1.942, según crecía la red de komandos de trabajos forzados, se creó Auschwitz III (Buna-Monowitz).
El 6 de febrero de 1.941 se eligió Dwory, lugar cercano al pueblo de Monowitz, a 7 km. de Auschwitz, para construir una fábrica gigante en la que fueron explotados los presos.
Auschwitz ocupaba cuarenta kilómetros cuadrados de superficie, tenía seiscientas barracas y treinta y nueve campos anexos. Los principales eran: Auschwitz I, conocido también como campo base; Auschwitz II, o campo de exterminio; y los campos de trabajo esclavizado de Auschwitz III y Auschwitz Monowitz, al servicio de empresas como Krupp e IG Farben y otras compañías alemanas.
A Auschwitz II, cada día podían llegar 3 o 4 convoyes con 3.000 o 3.500 personas cada uno, que es donde se encontraban los hornos crematorios, en medio de un bosque de abedules, y donde en cada uno de ellos, desde junio de 1.940 hasta diciembre de 1.944 murieron cuatro millones de personas, la mayoría judíos. Eran unas instalaciones continuamente mejoradas desde el punto de vista técnico por el comandante Rudolf Höss.
Auschwitz ocupaba cuarenta kilómetros cuadrados de superficie, tenía seiscientas barracas y treinta y nueve campos anexos. Los principales eran: Auschwitz I, conocido también como campo base; Auschwitz II, o campo de exterminio; y los campos de trabajo esclavizado de Auschwitz III y Auschwitz Monowitz, al servicio de empresas como Krupp e IG Farben y otras compañías alemanas.
A Auschwitz II, cada día podían llegar 3 o 4 convoyes con 3.000 o 3.500 personas cada uno, que es donde se encontraban los hornos crematorios, en medio de un bosque de abedules, y donde en cada uno de ellos, desde junio de 1.940 hasta diciembre de 1.944 murieron cuatro millones de personas, la mayoría judíos. Eran unas instalaciones continuamente mejoradas desde el punto de vista técnico por el comandante Rudolf Höss.
En Auschwitz, los SS, aficionados al tiro de pichón, utilizaron niños de corta edad como dianas vivientes. Este "afición", la practicaron también con niños judíos que salían clandestinamente del gueto de Varsovia.
En la pared del barracón de Auschwitz, uno de los presos dejó escrito su último mensaje:
“Cuando tu cuerpo ya no exista, tu espíritu estará aún más vivo en el recuerdo de quienes se quedan. Haz que pueda servir siempre como ejemplo”.
Los versos se los recitó a Joan Pagés, deportado en el campo de Mauthausen, uno de los prisioneros españoles evacuados por las tropas alemanas cuando Auschwitz fue desmantelado. Aquel hombre, en el que Pagés se vio reflejado en su imagen famélica, le explicó, según le contó a Thomas Buergenthal, que su columna de presos había tardado veintiséis días en cubrir el trayecto entre Auschwitz y Mathausen.
Whitney Harris, el psiquiatra que interrogó a Rudolf Hoess, el comandante del campo de exterminio de Auschwitz, reconoce que le pareció una persona normal, sin ningún indicio que indujera a pensar que era uno de los principales responsables del asesinato de millones de judíos. El médico añade que cuando le preguntó por qué participó, dijo que había hecho aquello como hubiera podido talar árboles. Según cuenta Tadeusz Sobolewicz, los muertos se producían a miles en un día cualquiera en Auschwitz: "Por la mañana, el estado efectivo de prisioneros era de unos 25.000 y por la tarde, debido a los accidentes de trabajo, fallecimientos en la enfermería, fusilamientos y selecciones, podía bajar a 24.000.
Un día murieron quince personas a mi alrededor mientras trabajábamos. La mayoría de ellos tenían flemones y ulceraciones. El trabajo era horroroso y el hedor no se podía aguantar. Por la tarde, después del trabajo, al levantar un pedazo de pan a la boca sentí que mis manos, a pesar de lavarlas varias veces olían a cadáveres. Comía aunque cada porción de pan parecía empapada de olor de las personas que se habían ido."En la pared del barracón de Auschwitz, uno de los presos dejó escrito su último mensaje:
“Cuando tu cuerpo ya no exista, tu espíritu estará aún más vivo en el recuerdo de quienes se quedan. Haz que pueda servir siempre como ejemplo”.
Los versos se los recitó a Joan Pagés, deportado en el campo de Mauthausen, uno de los prisioneros españoles evacuados por las tropas alemanas cuando Auschwitz fue desmantelado. Aquel hombre, en el que Pagés se vio reflejado en su imagen famélica, le explicó, según le contó a Thomas Buergenthal, que su columna de presos había tardado veintiséis días en cubrir el trayecto entre Auschwitz y Mathausen.
Thomas Buergenthal era uno de los que formaban en la larga fila de prisioneros, y su recuerdo de la marcha de la muerte lo recoge en su libro "Un niño afortunado": “No bien empezamos a marchar volví la vista atrás hacia la inmensa extensión de tierra con sus cientos de barracones, edificios administrativos, torres de guardia y cercas de alambre electrificadas. Más lejos, en la distancia, vi los restos parcialmente destruidos de los crematorios que las SS habían intentado demoler. Me costaba creer que estaba marchándome con vida de ese terrible lugar”.
Según los profesores polacos Teresa y Henryk Swiebocki " El campo se ha convertido en el símbolo del Holocausto, homicidio y terror, infracción de los derechos humanos fundamentales, un ejemplo de las posibles consecuencias del racismo, antisemitismo, xenofobia, chauvinismo e intolerancia. El nombre del campo ha llegado a ser un código cultural específico, empleado para referirse a las relaciones interpersonales más negativas, y un sinónimo de la crisis de la civilización y cultura contemporáneas.
El 3 de septiembre de 1.941 se llevan a cabo los primeros gaseamientos con Ziclon B en un barracón con 250 prisioneros soviéticos.
Al liberar Auschwitz, el 27 de enero de 1.945, los soldados rusos solo encontraron a unas 5.000 personas, y cientos de ellos murieron en los días que siguieron a la liberación.
20 años más tarde, solo quedaban unos 30.000 supervivientes de los tres campos (Auschwitz, Birkenau I y Birkenau II), menos del 1% de los hombres, mujeres y niños que cruzaron aquella puerta.
Uno de los primeros cuerpos incinerados fue el de la mujer del oficial SS Gerhard Palitzsch, muerta en otoño de 1.941, víctima del tifus exantemático, que contrajo al utilizar ropa de antiguas deportadas, robada en los almacenes del campo.
A mediados de enero de 1.945, ante el avance de los ejércitos soviéticos, los SS decidieron evacuar el campo. El día 17 se reunían los 67.000 supervivientes de Auschwitz y de sus komandos, y fueron conducidos hacia campos situados en territorio alemán. Este traslado se hizo por carreteras y caminos, con la brutalidad habitual, bajo las más duras temperaturas invernales (en verano, en aquella zona, el clima es caluroso en extremo, y en invierno puede alcanzar los 30 grados bajo cero). Mal vestidos y hambrientos, la inmensa mayoría de los prisioneros fallecerían extenuados, helados, despedazados por los perros o asesinados de un balazo en la nuca.
El último horno del campo fue dinamitado el 26 de enero, un día antes de la entrada de los rusos, que encontraron mujeres y hombres agonizantes en los barracones y en los almacenes, 7.000 kilos de cabellos humanos, 35.000 trajes de hombre y 836.000 de mujer. 20 años más tarde, solo quedaban unos 30.000 supervivientes de los tres campos (Auschwitz, Birkenau I y Birkenau II), menos del 1% de los hombres, mujeres y niños que cruzaron aquella puerta.
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